Claves para entender la visión: lo que el ojo ve

La visión de los objetos que tenemos a nuestro alrededor no es sólo cuestión de ‘un abrir y cerrar de ojos’. Ver es el resultado de un proceso complejo en el que intervienen diversos actores, desde el objeto que proporciona el primer estímulo hasta la imagen que nuestro cerebro decodifica y asocia con el resto de la información que tenemos almacenada, permitiéndonos interpretar así el mundo que nos rodea. ¿Quieres comprender mejor cómo funciona este proceso fascinante? Hoy te contamos lo que ocurre cuando las luces, los colores y las formas excitan las células del ojo, que es el órgano más externo de cuantos participan en el sentido de la vista.

La visión no empieza y termina en el ojo: de hecho, un ojo no es capaz de ver nada por sí mismo. Este complejo órgano se limita a percibir un determinado estímulo sensible y a poner en marcha un proceso neurológico que culmina en las neuronas cerebrales. Ellas son a su vez las encargadas de identificar la imagen en su base de datos para ofrecer la comprensión de lo que vemos. Este repaso al mecanismo completo nos permite distinguir, en primer lugar, dos conceptos importantes: el de la visión, que es el resultado de un proceso complejo, y el de la percepción, que es el primer paso para que ese proceso tenga lugar.

Una neurona en la que se detallan sus células fotorreceptoras

Para entender la visión como sentido hay que diferenciar las siguientes fases:

  1. La capacidad y ejercicio de la percepción, es decir, la facultad del ojo para responder ante un estímulo visual.
  2. Un proceso neurológico o transporte de esta percepción, por el cual las imágenes que el ojo recibe en forma de haces luminosos son transformados en estímulos que el sistema nervioso puede transmitir.
  3. Un proceso cerebral de decodificación e interpretación de estos estímulos, que son procesados y traducidos al lenguaje de las formas, los colores, el movimiento y los conceptos.

La visión por tanto no depende sólo del ojo como único órgano, como ya hemos dicho el cerebro forma parte indispensable en ella. Pero además toman parte, de manera más o menos directa, otros sistemas responsables del funcionamiento general del organismo. Un ejemplo es el sistema circulatorio: los cambios circulatorios o vasculares —circulación sanguínea, tensión arterial—pueden influir directamente en la visión tanto como las variables de tipo neurológico —transporte neuronal, recepción cerebral, etc.—, determinando una mejor o peor visión. La retina es, de hecho, una estructura muy activa metabólicamente, lo que significa que consume gran cantidad del oxígeno que porta el riego sanguíneo que llega a sus células. Por eso, no es extraño que la pérdida o el deterioro de visión aparezca como síntoma de determinadas situaciones asociadas a la alteración del flujo sanguíneo o a la cantidad de oxígeno en la sangre, como la lipotimia o la hipoxia. Más específicamente, un problema de riego sanguíneo en la retina es responsable de algunos problemas graves de visión como la degeneración macular, mientras que un mal funcionamiento del sistema de drenaje del ojo está en el origen del glaucoma.

Pero, ¿cómo es capaz el ojo de captar la intensidad de la luz, las líneas y contornos de los objetos y hasta su volumen y color? ¿Cómo reproduce luego la imagen de lo que ve y la transporta al cerebro para que la interprete? Todo comienza en los fotorreceptores, unas células especializadas de las neuronas —células de tejido nervioso— que tienen la capacidad de ser sensibles a la luz. Tras captar esta energía, utilizan sus ondas electromagnéticas para producir una reacción química que, a su vez, desprende nueva energía en forma de un impulso eléctrico. La señal generada es de mayor o menor intensidad según la cantidad de luz percibida y la longitud de onda. En otras palabras, los fotorreceptores traducen la luz a un lenguaje en el que esta puede transmitirse a determinados centros nerviosos en los que se produce la percepción visual: la primera parte del proceso ya está completada.

Estos fotorreceptores que ponen en marcha el proceso de visión son, al igual que los de la audición —que llamamos mecanorreceptores—, más bien telerreceptores, ya que perciben la luz emitida o el sonido en función de su proximidad o distancia. En la visión, la luz reflejada por un objeto más o menos lejano determina sus formas, su color, su situación, su distancia, su relieve y su movimiento.

El del color es un caso especialmente particular, ya que se trata de una categoría de visión específica de los animales no nocturnos, como los seres humanos y la mayoría de los mamíferos. Tiene lugar gracias a unas células específicas denominadas conos que son las que perciben el color porque trabajan con alta intensidad de luz; las otras células de la visión, los bastones, solo perciben el blanco, el negro y los grises y trabajan tanto en altas como en bajas intensidades. Otros animales, como las lechuzas o los murciélagos, por ejemplo, sólo están preparados para ver de noche y, por tanto, no cuentan con células conos, por lo que el color no forma parte de su visión. Estos últimos, como es sabido, se orientan por el eco.

Strix varia o cárabo norteamericano (ave rapaz nocturna). Fuente: Wikipedia.

En conclusión, la visión es un proceso complejo que sólo es posible por la interacción de medios y factores diversos, como casi todo lo que ocurre en nuestro organismo. En el primer paso de este proceso, que denominamos percepción, las células fotorreceptoras del ojo se dejan impresionar por los estímulos de luz, produciendo reacciones químicas que transmiten impulsos eléctricos que el cerebro puede decodificar. Cómo es capaz de hacerlo, te lo contaremos en el próximo post de esta serie.

 

 

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